Una vez vivido un intenso fin de semana donde, nítidamente y sin demasiadas contemplaciones, hemos podido ver en lo que se ha convertido la política catalana en algunas ciudades, también es un momento para darnos cuenta de cómo, en el trasfondo, palpitan demasiadas cuestiones superficiales y de simple fachada. Vayamos al grano. ¿Está siendo la política capaz de abordar y tratar, de forma responsable, temáticas que afectan y/o afectarán al conjunto de la sociedad? Demasiado me parece que no. Los patrones ideológicos y la naturaleza de las redes sociales, junto a la progresiva pérdida de las capacidades de la lectura y la escucha, nos están conduciendo a un escenario desolador. Sin embargo, hay todavía núcleos de resistencia que se niegan a aceptar la habitual superficialidad y trivialidad para tratar y abordar temáticas muy serias. Así, el pasado jueves, fui invitado a cerrar un ciclo de conferencias que el Centre de Lectura de Valls organizó sobre la eutanasia. Como no han sido ni uno, ni dos, ni tres los asistentes que me han pedido el texto de la citada conferencia, en algunas entregas de la sección Entre clásicos les compartiré esta conferencia. Será una buena manera de celebrar las 600 entregas de una sección que, cada día que pasa, me doy cuenta de cómo se ha convertido en un cuaderno de bitácora personal, pero que cuenta con la complicidad de unos lectores a los que, una vez más, les agradezco su tiempo.
Fui invitado, de nuevo, a la ciudad de Valls para abordar una temática que no es la que suelo hablar cuando soy invitado a la capital del Alt Camp, ya que casi siempre que he ido a Valls lo he hecho para tratar sobre cuestiones referidas al admirado y querido compositor Robert Gerhard (1896-1970). Pero, pensé que no estaría tampoco de más que como musicólogo, y aprendiz de humanista, supiera poner mi granito de arena dentro de un ciclo de conferencias, avisando de antemano, a costa de complicar bastante las cosas. Porque si dificil es abordar y acotar el propio término de eutanasia, que per se constituye como un oxímoron, soy consciente de que incrementa más la dificultad si lo involucro y lo interrelaciono con esta corriente del pensamiento, conocida como transhumanismo, que está convencido en la defensa de la mejora de la condición humana a través de la ciencia y la tecnología, mediante la eliminación del envejecimiento y el aumento de las capacidades físicas y mentales del ser humano.
Con plena conciencia de venir a «complicar las cosas», cerré un ciclo donde ya se había abordado la cuestión de la eutanasia a través de la bioética, la jurisprudencia, el Derecho y la Medicina…. hoy, día de la conferencia, me gustaría hacerlo desde la visión de las ciencias del espíritu que nos permitirá realizar un viaje por distintas disciplinas (la etimología, la antropología, la historia, la literatura, la filosofía) con un punto de creación personal. Pero me gustaría que fuera una creación que se entendiera que está alejada de la «moda ideológica», bastante conocida de nuestros días, donde el creador se ha convertido en un nuevo predicador del ideal igualitario y de la corrección política. Nada de todo esto.
Acepté la invitación del amigo Roman Galimany no porque me haya encontrado en una situación en referencia a la cuestión eutanásica, sino porque, a medida que me he ido haciendo mayor, me gusta pensar que sólo desde la experiencia del dolor podemos ser capaces de pensar en un más que necesario nuevo mundo o, al menos, vivirlo de una forma distinta. Y lo hago porque estoy convencido de que lo que está vivo, donde vivo quisiera que se entendiera como sinónimo de la vida que es capaz de sentir dolor, es capaz de pensar. Y lo menciono con toda la intención ahora que algunos nuevos aprendices de brujo estén absolutamente convencidos de como la inteligencia artificial será la solución de todos los males de la humanidad. Como ha escrito el filósofo Byung Chul-Han esta Inteligencia Artificial carece de esa alma.
Friedrich Nietzsche (1844-1900), el filósofo del nihilismo, en el Prólogo del Libro III de La gaya ciencia escribió:
«No somos ranas pensantes, no somos aparatos registradores con entrañas congeladas- continuamente debemos dar luz a nuestros pensamientos desde nuestro dolor y darles maternalmente todo aquello que tenemos en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tortura, conciencia, destino, fatalidad».
Justo antes de estas palabras, el filósofo de Röcken nos alertaba que:
«A los filósofos no les está permitido establecer una separación entre el alma y el cuerpo, como hace el pueblo y menos aún nos está permitido separar alma y espíritu».
Es, bajo este marco de pensamiento, que me dispongo a empezar a tratar una cuestión mencionando que, colectivamente, nos encontramos en el imperio de la algofobia. Esto es una sociedad que tiene fobia y pánico al dolor. Lejos estamos, por tanto, de aquellos relatos que llevaban a un Ernst Jünger a exclamar: «dime que es para ti el dolor y te diré quién eres». Pero no es del dolor que he venido a hablar, pero sí a iniciar cómo esta algofobia se constituye como el molde de otra fobia. ¿Cuál es esta fobia? La tanatofobia. La fobia y el pánico a la muerte. Y llegados aquí sí, creo, ya hemos conseguido dirigir el pensamiento hacia el concepto de eutanasia.
En primer lugar querría decir que éste es un concepto no nada fácil. Es dificultoso, resbaladizo y que poco tiene que ver con la habitual facilidad, sencillez y superficialidad características de una sociedad algofóbica y tanofóbica. Es un concepto difícil porque todo él está atravesado de multitud de ideas y conceptos generales inherentes a otros conceptos que tienen que ver con la vida, la muerte, la cultura, la naturaleza….
Jean Gebser habló de origen y presente, cosa que quiere decir que todo se origina en un origen que está presente y latente. Parece que la base del término Eutanasia proviene del griego Eu (bueno) y Thánatos (muerte). Esto es: la muerte buena. Los filólogos y lingüistas han acordado que el primer testimonio occidental donde encontramos localizada y explicada una experiencia eutanásica es en Las vidas de los doce Césares (121 d.C) de Suetonio donde en el capítulo 99 de la vida de César Augusto (63 a.C-14 a.C) podemos leer:
«El día de su muerte preguntó repetidas veces si su estado producía algún revuelo en el exterior; y pidió un espejo, y se hizo arreglar el pelo para disimular el adelgazamiento de su rostro. Cuando entraron sus amigos, les dijo: ¿creéis que he representado bien esta farsa de la vida? Y añadió en griego la sentencia con la que acaban las comedias: «Si os ha gustado, aplaudid con las palmas de las manos y aplaudid al autor». Mandó después de que se marcharan todos; preguntó aún a algunos que venían de Roma sobre la enfermedad de la hija de Druso, y expiró de repente entre los brazos de Livia, diciéndole: Livia, vive y recuerda nuestra misión; adiós. Su muerte fue tranquila tal y como siempre la había deseado; porque cuando oía decir que se había muerto alguien de forma rápida y sin dolor, exponía en su punto su deseo de morir él mismo y todos los suyos de la misma manera, cosa que exponía con la palabra griega correspondiente, gritando, como si estuviera asaltado del temor repentino y arrastrado por cuarenta jóvenes; sin embargo, fue presagio más que prueba de debilidad de razón, ya que cuarenta soldados pretorianos llevaron su cuerpo al paraje donde se le expuso».
Por tanto, es en este fragmento de Suetonio, donde localizamos esta primera referencia a la «muerte buena», como sinónimo de «muerte tranquila», «muerte dulce». Ahora bien, ¿es la muerte buena? Desde nuestra tradición espiritual, al margen de que nuestra tradición judeocristiana crea en aquello de la resurrección de la carne, la muerte se ha visto siempre como algo ligado a la esfera del Mal. La Muerte es consecuencia del pecado y provoca la consecuente angustia. Si esto ya lo podemos localizar en el propio mito adámico, es en el Nuevo Testamento, el conjunto de libros donde se nos asegura la resurrección del Hijo del Hombre, donde localizamos el libro del Apocalipsis donde se describe la presencia de sus cuatro jinetes que según la exégesis son las alegorías de la Gloria, la Guerra, el Hambre y la Muerte. Sólo a este último sello, que monta un jinete con un caballo amarillo, se lo designa con este nombre.
Por tanto. Existe una parte de nuestro inconsciente colectivo que tiene asociada la muerte como algo ligado al dolor, al mal y al sufrimiento. Y, por tanto, hablar de eutanasia no funciona. ¿Cómo hablar de una buena muerte si ésta es mala? Esto nos lleva a las puertas de la cuadratura del círculo que es como denominamos aquello que es imposible.
Sabemos también, en otras latitudes, especialmente en Oriente, cómo la muerte es vista como algo especialmente bueno ya que puede liberarnos de los males de la vida. En este aspecto el filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860), gran lector de los Upanishads, señalaba cómo la muerte nos permitía sacar el velo de Maya que rodea nuestra vida y era con la muerte como podíamos reencontrarnos con «la voluntad» y no en «la representación». Al margen de que lo veamos así, no es menos cierto que el filósofo de Gdansk ya nos puso en una resonancia que, demasiado creo, todavía hoy no hemos sabido integrar plenamente. Hemos hablado de sociedad algofóbica y tanotofóbica, pero también deberíamos añadir una sociedad que tiene una mirada de la muerte que es totalmente contraria a su naturaleza. Así, en el inconsciente o imaginario colectivos, entendemos la muerte como algo opuesto a la vida cuando, en verdad, la vida está constituida por el nacimiento y la muerte. Cuando se nos realiza la pregunta «¿qué es lo contrario de la muerte?», rara vez pensamos con una respuesta que no sea «la vida». Esto significa que lo contrario de la muerte no es la vida, sino el nacer. Por eso Schopnehauer en un conocido texto titulado «La muerte» ya escribía:
«Nacimiento y muerte pertenecen igualmente a la vida y se contrapesan. Uno es condición del otro. Forman ambos extremos, ambos polos de todas las manifestaciones de la vida. Esto es lo que la más sabia de todas las mitologías, la de la India, expresa con un símbolo, dando como atributo a Siva, el dios de la destrucción, al tiempo que su collar de cabezas de muerte, el linga, órgano y símbolo de la generación».
Y aún añadía:
«La muerte es el desencadenante doloroso del nudo formado por la generación con voluptuosidad. Es la violenta destrucción del error fundamental de nuestro ser, el gran desengaño. La individualidad de la mayoría de los hombres es tan miserable y tan insignificante que nada pierden con la muerte».
Por tanto, si la muerte es buena, hablar de eutanasia es una redundancia, por lo que estamos ante un dilema al utilizar esta palabra de eutanasia. Si comprendemos la muerte como realidad mala, eutanasia nos lleva a la situación de «cuadratura de círculo»; si comprendemos la muerte como una realidad buena, eutanasia nos lleva a dicha redundancia.

Si a ésto sumamos las habituales trivialidad y superficialidad de nuestros días en el tratamiento de temáticas fundamentales y profundas del Ser, donde todo el mundo es catedrático antes de haber terminado una licenciatura, nos encontramos con que estamos utilizando un término como eutanasia de una manera sustitutiva para referirnos no a la «muerte», sino al «tránsito de morir», al «proceso de morir» y así resulta que hemos identificado la última decisión/voluntad/determinación de una persona, que vive una situación de salud muy determinada, con el sinónimo de una «buena muerte». ¿Buena para quién? ¿Para el que muere? ¿A qué bondad nos referimos? La bondad nos traslada a una dimensión ética, moral, jurídica, pero que no debemos confundir con una dimensión estética que, de hecho, es la que localizábamos en el precioso fragmento de Suetonio ligado a la muerte de César Augusto.
Básicamente, poco a poco, vamos complicando la cuestión y vamos comprendiendo que la cuestión, intrínsecamente, se vincula con la cuestión de la naturaleza de nuestra sociedad. Somos, como hemos dicho, una sociedad algofóbica y donde la relación que tenemos con el dolor acaba por mostrar el tipo de sociedad en la que vivimos. Es por eso que demasiado me parece que antes de entrar en un debate en torno a la cuestión de la eutanasia tenemos que sentar las bases de las que partimos. Y que conste. Posicionar las bases de las que arrancamos el debate no es querer tomar partido a favor o en contra, partido que el conferenciante nunca se verá capaz de decir y/o determinar en aquello que debe hacer el otro. Estamos frente a una naturaleza de decisión donde el protagonista (sujeto) de la decisión es quien más experimentará sus consecuencias. Pero antes de iniciar ningún debate, bueno es que hayamos reflexionado el marco-concepto (la eutanasia), pero también la naturaleza de la sociedad en la que debemos realizar este debate. Un debate que, demasiado me parece, hemos convertido en polémica como ocurrió en el mes de marzo de 2021 en la aprobación de la ley de la eutanasia en el Estado español. Polémicas alimentadas por las redes sociales, pero también por mandatarios políticos más interesados en estas redes que en la lectura, hegemonías ideológicas provenientes del pensamiento políticamente correcto y una supuesta superioridad moral que nos han trasladado a vivir en sociedades estériles. Las polémicas, seamos conscientes de ello, provocan sociedades estériles no los debates. Y aquí necesitamos más debates y menos polémicas.
Oriol Pérez Treviño
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