Vivimos en una sociedad en la que nada debe provocar dolor. Hay quien apunta como los actuales norteamericanos, aquellos a los que tanto nos gusta imitar, ya forman parte de la primera generación en la tierra que consideran la existencia sin dolor una especie de derecho constitucional. Como dice uno de los máximos escritores especializados en el dolor, David Morris, «los dolores son un escándalo».
Con todo ello olvidamos los cimientos de aquella conocida máxima nietschiana que decía «lo que no mata me hace fuerte» que viene a decir cómo el dolor purifica y puede operar una catarsis. El dolor puede entreabrir una nueva dimensión del ser que nos lleva a poder vivir una vida en plenitud. ¿Cuál es esa vida en plenitud? Precisamente la que apuntó el filósofo y editor Salvador Pàniker (1927-2017) en un fragmento de su Segunda memoria. Y he escogido con toda la intención a Pàniker porque, como es conocido, fue artífice y portavoz de la asociación pro derecho a morir dignamente, asociación que, últimamente, está impulsando concursos de fotografía en una muestra inapelable de la máxima de la sociedad algofóbica y neoliberal: la obligación de ser feliz.
Pero para quien fue un gran defensor del derecho a morir dignamente, y ya trataremos más adelante esta cuestión del morir dignamente, había unas cuestiones previas que expuso en dicho dietario:
«En primer lugar, me ha quedado la conciencia nítida de que cualquiera puede derrumbarse (desmoronarse de forma absoluta) en cualquier momento. Esta conciencia me acompaña siempre, y me proporciona un cierto plus de lucidez. Quisiera que esto quedara claro, en mi opinión, quien no ha experimentado el ilimitado potencial de nihilismo de la condición humana, sabe poco de la vida, y difícilmente podrá profundizar en las cosas (y de ahí, por cierto, este hedor de superficialidad que desprenden las personas excesivamente sanas). En segundo lugar, sigo creyendo, y no de forma ingenua, sino crítica que si se pierde el referente numinoso, todo se aplasta. Sigo creyendo que el animal humano es un sistema abierto a todo lo transcendente, y que quien se cierra a lo transcendente amputa su vida, y acaba apuntándose a cualquier cosa».
Fijémonos, por tanto, cómo Pàniker nos conduce al núcleo de una cuestión que, demasiado me parece, hemos perdido de vista cómo es la apertura a lo transcendente. Somos una sociedad marcada por el extrañamiento espiritual de nuestra psique moderna, y recuerdo como psique significa en griego alma, en medio de un universo totalmente desencantado así como, a nivel de especie, a la propia escisión subjetiva que separa al ser humano moderno del resto de la sociedad, la naturaleza y del propio cosmos, por lo que nos hemos convertido en unos seres solitarios, completamente escindidos, desatados, errabundos, erráticos y donde, sin embargo, ya empezamos a creernos que hemos perdido o que es inexistente el bien más preciado de todos: el alma. ¿Cómo? En el momento en que hemos aceptado que vivimos en una sociedad que tiene fobia y alergia al dolor al estar completamente vertebrados por una dominación waltdisneyana como es la de «sé feliz». Esta dominación, aparte de la mencionada manifestación algofóbica, también nos ha hecho creer cómo el sufrimiento es siempre resultado de nuestro propio fracaso, por lo que hemos acabado convirtiendo nuestras vidas en una simple cuestión de pura y dura supervivencia para evitar, como fuere, dicha manifestación del dolor. De esta forma hemos acabado sufriendo sin vergüenza el síndrome de «la princesa y el guisante» (sufrimos más por cada vez menos) a la vez que somos presos del aislamiento y la soledad crecientes. Pero, ¿cómo se combate dicha manifestación?
Pues precisamente con actos como los que estamos realizando hoy. Actos donde salimos de nuestra habitual zona de confort y compartimos con el otro las preocupaciones, debatimos y dialogamos. Podemos asegurar que detrás de estos actos hay una apelación directa a querer mirar mucho más allá de cada uno de nosotros mismos en un momento en que estamos afectados por un profundo sentir de alienación. Una enajenación que se manifiesta en forma de tragedia. Es la que ya está llamando de lleno las puertas de nuestras sociedades y que es consecuencia directa del aislamiento personal del individuo en la moderna sociedad de masas. Es la tragedia de la soledad. El periodista y ensayista inglés George Monbiot ha hablado de la llegada de la «era de la soledad» y, antes del estallido de la pandemia, escribió:
«Ni una enfermedad como el ébola probablemente matará a tanta gente como esta enfermedad. El aislamiento social es una causa tan poderosa de muerte temprana como fumar quince cigarrillos al día: las investigaciones apuntan a cómo la soledad es dos veces más mortífera que la obesidad. La demencia, la alta presión sanguínea, el alcoholismo y los accidentes- así como la depresión, la paranoia, la ansiedad y el suicidio- presentan una mayor incidencia cuando no existe contacto con los demás. No podemos valernos por nosotros mismos».

Estamos, por tanto, en la necesidad de realizar y construir debates éticos como puede ser el de la última voluntad de un enfermo terminal a no querer sufrir en el tránsito de morir, pero necesitamos tomar conciencia del marco ontológico de nuestra sociedad: algofóbica, extrañada espiritualmente, profunda y radicalmente solitaria y convertida en adicta de las redes sociales donde su particularidad no es la de discursar, sino de lanzar consignas que son verdades incuestionables. Su verdad es su victoria. Por eso tenemos que cuestionarlo todo y huir del concepto, acuñado por Zygmunt Bauman (1925-2017), de la cámara del eco. Esto es: lejos de buscar un compromiso y un diálogo mutuo desde la razón, compromiso y diálogo característicos de la modernidad, se busca en las redes sociales unos foros virtuales que nos devuelvan nuestra propia voz, radicalizando nuestros prejuicios, a un oasis continuo de onanismo ideológico y a una especie de censura tribal frente al disidente.
Y para iniciar esta disidencia empezaremos por cuestionar algunas de estas convicciones que se han impuesto, casi, como dogmas de fe, en la cuestión de la eutanasia, pero que bueno será que nos cuestionemos. Pero no para tener que tergiversar las hipotéticas voluntades o puntos de vista de los demás. Lo primero que debemos darnos cuenta es cómo la expresión «muerte digna» es pura retórica para bioéticos y políticos que se llenan la boca sin saber muy bien qué están diciendo. ¿Muerte digna para quién? ¿Para quien muere o para quien contempla dicha muerte, que no quiere ver la gradación de dolor? Para empezar la muerte digna es un concepto social no individual. La cosa viene de muy lejos.
Todos hemos oído aquella expresión castellana de «tener más orgullo que Don Rodrigo en la horca» expresión que, en muchas ocasiones, se ha canjeado orgullo por dignidad: «murió con tanta dignidad como Don Rodrigo en la horca». El caso de que Rodrigo Calderón de Aranda (1576-1621) no murió en la horca sino degollado porque era noble, al ser hombre de confianza del Duque de Lerma y de Felipe III, y que fue acusado de brujería y asesinato. Cantado por poetas como Quevedo y Góngora, podemos darnos cuenta de cómo su figura ya ha sido manipulada al haberse canjeado orgullo por dignidad y no haber muerto en la horca.

La idea de la muerte digna nos lleva muy allá. En este aspecto, me parece demasiado, que hemos leído poco, y mal, a un escritor como Jorge Luis Borges (1899–1986) quien en la narración Deutsches Requiem perteneciente a El Aleph (1949) entreabrió otra dimensión de la muerte digna. En este caso la del director de un campo de concentración nazi.
Consciente de la dificultad-complejidad y riqueza de este cuento, sí que nos permite darnos cuenta de cómo este concepto de «muerte digna», además de ser social y no individual, difiere entre unos y otros. ¿Por qué? Porque la dignidad, pese a estar en el centro de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entendida como «derecho innato de las personas a ser tratadas con respeto», al ser una virtud cívica, no es una calidad inherente a la naturaleza humana y ser digno es una virtud que se adquiere al practicarla y se pierde si no se practica, como ya nos enseñó Aristóteles en la Ética a Nicómaco. Ésta lleva al despliegue de la virtud que va implícita asociada a otras cualidades como la templanza, la voluntad o la constancia.
La dignidad, por tanto, no la alcanzaremos mayormente en poder decidir el tránsito hacia la muerte de los enfermos terminales, sino que es algo que requiere de un cultivo de aquellos saberes y conocimientos que nada tienen que ver con aquello pragmático y útil, sin que pueda estar de recomendarme de nuevo el celebérrimo libro de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil, que son los que acaban permitiendo alcanzar la dignitas hominis.
Me parece que fue Confucio quien dijo que los hombres y mujeres teníamos tres formas de aprendizaje: una sublime como la era la inspiración; otra a través de un maestro. Y, por último, la más común y habitual, que era a través de la experiencia y, por tanto, a través de la integración de las realidades del dolor y de la muerte. Sin dolor y muerte no hay vida humana, sino más bien una vida de zombies y de muertes vivos. Parece que es sólo con la integración de estas dos realidades cómo podremos avanzar decididamente hacia aquella misión que Ludwig van Beethoven (1770-1827) expresaba en una carta de juventud a su amigo diplomático Heinrich von Struve: «¿Cuando llegará el tiempo en el que sólo habrá seres humanos ?. Es posible que sólo podamos ver este momento asombroso en unos pocos lugares. No lo veremos por todas partes. Y pasarán siglos antes de que esto suceda».
Mucho me temo que más de doscientos años después de estas palabras de Beethoven estamos en el mismo lugar, por lo que, naturaleza distópica al margen, me atrevería a decir que hay que tomar conciencia de la naturaleza de nuestro tiempo con el advenimiento de una edad que, sin embargo, muchísimas tradiciones espirituales ya nos habían advertido de su llegada. Es la edad oscura o Kali Yuga (hinduismo), la era del Olvido (budismo), la «Hora» (Islam) o la Parusia del cristianismo. En el texto del Linga Purana (600 a. C.), que extraemos del libro La rueda de cuatro brazos de Ibn Assad, podemos leer:
«En el Kali Yuga, los hombres vivirán atormentados por la envidia, irritados, sectarios, indiferentes a las consecuencias de sus actos. Estarán amenazados por la enfermedad, el hambre, el miedo y por terribles calamidades. Sus deseos estarán mal orientados, su saber será utilizado con fines malvados. Serán deshonestos. Muchos se perderán en la crueldad. La nobleza declinará, y los esclavos pretenderán gobernar y compartir con los sabios el conocimiento, las comidas, los sitiales y las camas. Los gobernantes serán, en su mayoría, de bajísima cuna. Serán dictadores tiránicos. Se matarán a los fetos y los héroes. Los artesanos querrán desempeñar el papel de los sabios, y los sabios, el de los artesanos. Los ladrones se convertirán en reyes, y los reyes en ladrones. Raras serán las mujeres hermosas. Se extenderá la promiscuidad. La armonía social desaparecerá por todas partes. La tierra no producirá casi nada en algunos sitios y producirá mucho en otros. Los gobernantes se apoderarán de los bienes y dejarán de proteger al pueblo. Mercaderes de baja cuna serán honrados como sacerdotes y entregarán a gente que no es digna los peligrosos secretos de las ciencias tradicionales. Los maestros se enviarán vendiendo su saber. Los pocos maestros puros se refugiarán en una vida errante anónima. Al final del Kali Yuga, aumentará el número de las mujeres y disminuirá el de los hombres, a los que les faltará toda virilidad. […] Nadie dejará de emplear un lenguaje grosero, nadie cumplirá con su palabra, todos serán envidiosos. […] Gente sin principios predicará a los demás la virtud. Reinará la censura, y en las ciudades se formarán asociaciones de criminales que gobernarán. […] Los hombres se matarán entre sí, y matarán también a los niños, las mujeres y las vacas. Los sabios serán condenados a muerte».

Resulta evidente que a pesar de la distancia de más de 2.600 años, este texto hindú nos resuena con mucha proximidad y hace tambalear completamente los frágiles fundamentos epistemológicos, morales, científicos, humanísticos, artísticos y, cómo no, también espirituales de nuestro actual presente. Con un escenario como éste, necesitamos reformularlo todo. Y todo significa absolutamente todo. Incluso las ideas que damos como presupuestas en referencia a la eutanasia, nuestro papel como seres humanos que algunos quieren hacernos vivir como ellos quieren y que se inició precisamente, con una crisis del espíritu. Una crisis del espíritu que fue definida hace más de cien años por el poeta Paul Valéry (1871-1945) en un artículo titulado, precisamente, así: La crisis del espíritu.
Pero volvamos al intento de ligar la eutanasia con las humanidades para darnos cuenta de cómo este vínculo va más allá de cuestiones morales, éticas, jurídicas, políticas y médicas o, incluso, religiosas que, en demasiadas ocasiones, los habituales patrones mentales en los que nos situamos frente al mundo hacen situarla radicalmente en contra de la eutanasia cuando no siempre es así. Pongo sobre la mesa, la carta enviada por Lord George Carey, antiguo primate de la iglesia de Inglaterra, a los parlamentarios británicos donde les ha dicho que «el suicidio asistido es un acto de gran generosidad, amabilidad y amor humano para ayudar a los pacientes con enfermedades terminales al terminar con sus vidas. Es profundamente cristiano hacer todo lo posible para garantizar que nadie sufra contra sus deseos. Algunas personas creen que encontrarán sentido a su propio sufrimiento en los últimos meses y semanas de vida. Lo respeto, pero no se puede justificar esperar a que los demás compartan esta creencia».
No debe extrañarnos que Carey se posicionara cuando, precisamente, fue de Inglaterra cuando a principios del siglo XVII, otro Lord, Lord Francis Bacon (1561-1626) en El avance del saber (1605) fue quien reintrodujo el término «eutanasia» en este pasaje:
«El deber del médico no es sólo devolver la salud al enfermo, sino también aliviar sus dolores y sus sufrimientos, y no sólo en cuanto este alivio pueda conducir a la recuperación, sino también cuando ayude a procurar una muerte pacífica y sencilla. Porque no es un dicho menor aquel que César Augusto solía desear para sí mismo cuando deseaba la eutanasia».
Ya es un buen rato el que llevo tratando una cuestión en la que soy plenamente consciente de haber caído en la telaraña de la contradicción que, por otra parte, es signo evidente de un tiempo que parece fluctuar entre la liquidez de Baumann, incluso me atrevería a decir que ya vaporosidad, y el autoritarismo de la corrección política. Uno de los autores que más me han ayudado a forjar una idea para la preparación de esta charla ha sido Albert Camus y su El mito de Sísifo. Camus, creía que la gran labor de los hombres y mujeres no era rehacer el mundo sino impedir que éste se deshiciese y hundiese como, cada día más, parece que está pasando. Para ello era necesario imponer un nuevo imperativo moral que no era el de la revolución, sino el de la rebelión. Rebelión es dar la espalda a la actualidad y tomar conciencia del presente. El presente no es lo mismo que la actualidad. Es en el presente cuando pueden celebrarse debates y no las habituales polémicas de la actualidad. Rebelión es no seguir por el camino impuesto, llevar la contraria. Para ello necesitamos ser, un poco, como Camus o Pasolini que fueron rebeldes en contra de la revolución en la que militaban, pero también dispuestos a admirar y a conversar públicamente con su adversario. Qué nostalgia del diálogo mostrado por Hans Georg Gadamer cuando decía que el diálogo se originaba con un principio: el de la convicción de que el otro podía tener razón.
Demasiado me parece que inmersos en un escenario donde la cultura, por pereza, tartamudeo y haberla dejado en manos de aprendices de brujo, ha sido subsistida por el entretenimiento, debates tan profundos y desgarradores como la eutanasia no quedarán más que en una caricatura superficial. Necesitamos revisitar aquello que muestran los grandes relatos (novelas y películas) de nuestra cultura. Al poner punto y final no puedo dejar de pensar en un momento muy determinado del maravilloso filme The Millon Dollar Baby (2004), la historia de una boxeadora que queda postrada justo a las puertas de la gloria. El viejo entrenador la cuidó día y noche, velando ante la angustia y las llagas…pero ella quería morir. Pese a su dolor de conciencia, también la cuidó en esto. Posiblemente éste es el hombre que deberíamos ser. ¿Cómo serlo? La respuesta la encontramos al despedirse Eastwood de su querida luchadora donde le dice al oído el significado secreto de «Mo Cuishle». En gaélico: «Mi amor. Mi sangre». Lloró en la más pura intimidad. Sin hacer ostentación. Como dicen que lloran los hombres y mujeres que han llorado mucho. Dudo que el transhumanismo sepa nada de todo esto.
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